La proliferación de escándalos de abusos sexuales cometidos por miembros de la Iglesia católica han sumido a esa institución religiosa en una de las peores crisis de su historia. Quizá el caso más espeluznante sea el reporte reciente que detalla que más de mil víctimas sufrieron abusos en el estado de Pensilvania. El gran jurado encargado de la investigación no descarta que existan miles de casos más y enfatiza que los líderes de la Iglesia han evadido la rendición de cuentas y durante décadas “fueron en gran parte protegidos” e incluso ascendieron, como el cardenal Theodore E. McCarrick.
Además, el informe revela la existencia de una red de sacerdotes depredadores en la diócesis de Pittsburgh que “compartían datos o información sobre las víctimas”, que crearon pornografía con ellas y que se “intercambiaban” víctimas entre sí. “Este grupo de sacerdotes utilizaba látigos, violencia y sadismo cuando violaba a los menores”, consigna el documento.
Esta nueva denuncia se une a los escándalos ampliamente reportados en otros países como Chile —donde se aceptó la renuncia de obispos, más de cuarenta han sido sancionados y el sistema judicial ha encarado una investigación generalizada—, las denuncias y sentencias contra miembros del Sodalicio de Vida Cristiana en Perú y la decena de acusaciones de abuso sexual que provocaron la suspensión del sacerdote Luis Fernando Intriago en Ecuador, entre otros.
En medio de la seguidilla de casos que salen a la luz y de las investigaciones que buscan justicia para las víctimas, hay ciudades, como Montreal, donde muchas iglesias —ante el declive de la fe católica en la región— han sido convertidas en teatros, restoranes, bares, gimnasios y hasta una quesería. Algunos críticos advierten que si la Iglesia no cambia para enfrentar con firmeza lo que se presenta como una larga cultura de abuso y encubrimiento, el catolicismo no podrá superar esta crisis.